Como campeones, nos levantamos a las ocho de la mañana con la intención de hacer el tour de la Capadoccia. El líder de la vuelta se hará con el mallot color caca y recibirá de premio vales de descuento en el próximo billete de autobús. Nos fuimos al garito en el que habíamos reservado las bicis. El precio total ascendió a diez millones de liras turcas por seis horas de sufrimiento sodomita. Yo me cogí directamente una de las pocas que llevaban parrilla para poner las bolsas, pese a que la capacidad castradora del sillín era bastante más alta debido a su infernal dureza. Estos optaron por un sillín más cómodo, pero más adelante veremos que la que más potra tuvo en la elección fui yo. Así que nos pusimos en marcha hacia el norte de Goreme. |
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Cuando las vistas lo merecían, íbamos haciendo paradas y así, en no demasiado tiempo, llegamos a Cavusin, en donde vimos unas cuantas casitas excavadas en roca. |
Allí
compramos agua y optamos por ir hacia el este hacia Rose Valley hasta llegar a Zelve.
Vimos viñedos y más y más rocas. A continuación, nos subimos al valle de las
chimeneas, llamado así por la forma de sus rocas. ¿Qué elemento habrá moldeado esa
extraña erosión? ¿El agua? Parece lo más lógico, pero resulta difícil concebir que
aquí haya habido agua en algún momento, dado el estado desértico de la tierra.
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Entonces nos bajamos a Urgup: la cuesta abajo fue maravillosa, pero no debemos olvidar que todo lo que se baja, luego se tiene que subir. Así, en Urgup paramos en una gasolinera, ya que poco a poco habían ido surgiendo una serie de problemas con las bicis. Primeramente, ya antes de llegar a Cavusin, a la bici de Mario se le salió la cadena y se quedó completamente atascada. Con grandes esfuerzos y con la colaboración de un tipo que por allí andaba, conseguimos desatascarla, pero la escena se repetía continuamente.
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A continuación, estaba la bici de Juan, cuya rueda trasera iba perdiendo aire, así que en la gasolinera hubo un intento de inflamiento bastante poco exitoso. Y por último, la bici de Igor tenía algún tipo de problema con las marchas: cada vez que las cambiaba hacía un horrible chirrido, y parece que la situación se hacía imposible con las marchas largas. Bueno, pues la parada en la gasolinera sirvió más que nada para beber agua, mojarme yo al menos la cabeza, porque empezaba a hacer un calor infernal; y para compensar parte del aire perdido de la rueda de Juan. Avanzamos hacia el centro del pueblo, pero por el camino nos compramos un melón que nos supo a gloria, y bebimos agua de una fuente con un katilu atado a ella. Este pueblo era mucho más feo que Göreme: calles comerciales con bancos, tiendas, hoteles, bares, una bodega excavada en roca (ésta sí que estaba guapa, y parece ser que el vino de Capadoccia es bastante famoso: pese a la aparente aridez del suelo debe tener muchas sales minerales). Y ahí empezó una pedazo de subida infecta que casi consigue matarnos a todos. Yo personalmente opté por bajarme de la torturante máquina y empujarla; y Mario hacía un poco lo mismo, aunque aguantaba más que yo montado a la bici. Pero mis ascetas y masoquistas compañeros se la treparon a golpe de pedal. Cada uno con sus límites: yo me quemé una pierna con el sol y conseguí unas interesantes agujetas en las piernas. Mario fue a la caza de albaricoques para no morir deshidratado, e Igor contó posteriormente que en algún momento llegó a marearse. A Juan, en su línea ascética desarrapada, le surge una especie de brillo enloquecido en su mirada al recordar aquel duro día. Pero, como he dicho antes, todo lo que se sube tiene que bajarse; así que por fin llegamos al punto más alto y nos lanzamos cuesta debajo de retorno a Göreme. La única lástima de todo esto fue que un pedazo grande de carretera, todo el que pasaba al lado del Open Air Museum de Göreme, que no habíamos visitado, tenía un repugnante empedrado que provocaba una importante limitación de velocidad; por no hablar del castañeteo de dientes y fortalecimiento de bíceps que nos ocasionó. Unav ez llegados al pueblo no perdimos el tiempo en devolver esas infernales máquinas a sus legítimos propietarios. Absolutamente reventados, los cuatro nos volvimos a nuestra rutina del batido de chocolate, baño en piscina, cerveza y resecamiento al sol. Además, recordemos que esa mañana nos habíamos apuntado a la maravillosa cena de los seis millones, como nos cuidamos. Mario investigó cosas sobre Estambul con nuestra guía, porque el se iba esa misma noche para allá. Y así, juesto cuando nos sirvieron la cena, él tuvo que irse para el autobús. La cena consistió en una crema de calabacín y una especie de hojaldre al que le echaron distintas salsas por encima y que iba relleno de vegetales en el caso de Juan, y de pollo en el caso de Igor y mío. Por último, para culminar este completo día de autocastigamiento, jugamos una partida de parchís. Dicha partida la ganó Igor, que está resultando totalmente imbatible en Turquía, ya que nos ha hecho una remontada espectacular. Y así, nos fuimos a la cama.
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