Arriba, en la bodega. De camino había unas pinturas rupestres a las que te guiaba un
niño muy majete que se llamaba Rubén. Almorzamos pan con queso con él, y luego
proseguimos nuestro camino. He de decir que no se muy bien cómo lo hacíamos, pero que
siempren nos pillaban las horas de peor sol (las doce, la una, las dos...) en medio de una
caminata sin sombra. La llegada a la bodega fue maravillosa, porque la chica nos vio la
cara, nos mandó a la terracita, nos sacó una jarra de agua fresca y esperó a que nos
repusiésemos antes de empezar la visita vinícola.
Aquella noche tuvimos fiesta, y luego, al día siguiente, cogimos la carretera que
atravesaba la quebrada de Cafayate para pararnos un rato a mirar. Paramos a la altura de
la yesera, eran todo rocas de diferentes colores.