En la línea, nos levantamos a las 8 de la mañana y, tras desayunar, volvimos a coger la carretera para seguir más al norte. El Far north, concretamente, le llaman aquí. Hay dos cabos: el espiritual, que es el Cape Reinga; y el que geográficamente está más arriba, el Cape North. Como la espiritualidad nos puede a las dos (ja, ja...y más en este maravilloso país), nos fuimos al primero.
Primeramente echamos la cuenta de cuántos kilómetros nos suponía el subir a saco hasta arriba, y eran trescientos y pico. En principio me rajé y opté por parar en Kaitaia, una ciudad un poco mas grande que queda a 100 kilómetros de Cape Reinga. Por ello, volvimos a coger la nacional y primero paramos en Kawakawa para echar gasofa, tomar café y ver unos báteres. Sí, lo he escrito bien: hay un tipo arquitecto, un tal Friedensreich Hundertwasser, que murió hace poco, y que vivió en esta ciudad. Ha hecho edificios en lugares como Viena y Tokyo, y aquí, en la ciudad en la que vivía, le encargaron hacer los báteres. Y la verdad es que estaban muy guapos: con baldosas de colores, botellas de vidrio... el pasillo daba una extraña sensación al estar un poco combado.
Como en dicha ciudad no había cafeterías abiertas, tras limpiar un poco
los parabrisas de Lola (el de atrás tenía tanta tierra que no veía un carajo)
hemos seguido la ruta y en una gasolinera en la que ofrecían café nos paramos
para despertarnos. Luego subimos un puertito de montaña y llegamos a Kaitaia. La
idea era simple: Internet para comentarle a Pepe nuestros planes de
encuentro, cervezota y comida (que fue una hamburguesa cajuna de queso),
además de un vistazo a revistas de cotilleos; compras en el súper y visitar
el museo. Esto último no lo hemos hecho porque cobraban 3 $ la entrada y, en
realidad, lo hacíamos por matar el tiempo. Eso sí, parece que aquí hay una
colonia dálmata, ya que tienen una asociación y parece que todos los
cartelitos están escritos en inglés, maorí y dálmata.
Viendo que esa ciudad no nos podía aportar mucho, consultando la Lonely, optamos por subir a saco hasta la punta norte, ya que allí había un camping barato con lavadora y duchas. Me saqué una foto al lado de un fornido jugador de rugby y arrancamos. |
Justo a la salida de la ciudad vimos la entrada a la 90 mile beach, y nos metimos a echar una mirada. Evidentemente, impresionante, por supuesto no le veías el final. La gente se mete con el coche a recorrerla con marea baja. Como Lola no es adecuada para ese tipo de rallies, optamos por no hacerla sufrir, así que retomamos la carretera nacional y nos hicimos de un tirón todo el camino.
Llegadas allí nos metimos al camping, en el cual te cobraban casi hasta por cagar. El precio de dormir fueron 7$ cada una, pero luego ducharte también costaba unos 2$ cada una (las putas máquinas de monedas: 1$ = 5 minutos de agua caliente). Y la colada nos costó nada menos que 5$, y también otros 5$ del secador, y 1$ el jabón. Diossss, eso sí, la pinta que me bebí en el bar costó 4$. Por la noche tuve el momento humorístico, porque me fui a escribir un rato al bar y Kris se quedo en la furgo. Cuando volví, la descubrí blandiendo sus mallas negras con mueca psicokiller, asesinando mosquitos compulsivamente. Anoto que estuvo matando bichos con el candil en ristre durante cerca de una hora, y que la cuenta ascendió a 40 mosquitos: incluso hizo muescas en Lola para no olvidar aquella fatídica noche.
Al día siguiente, domingo, pretendiendo aprovechar a saco nuestra estancia en el quinto coño al cuadrado (es que si Nueva Zelanda es el quinto coño respecto al Basque country, el far north es el quinto coño respecto a Nueva Zelanda), tras el desayuno de leche y galletas, nos dirigimos a Cape Reinga. Creíamos que iba a ser una accidentada carretera, pero al final no lo fue tanto. Me explico: los últimos 20 kilómetros son carretera de grava, pero hay unas vistas espectaculares, y cuando nosotras fuimos apenas había tráfico (en el parking solo había un coche).
Bajamos caminando al faro, lo fotografiamos, subimos por un camino de cabras, vimos la bahía de Tewerahi al oeste; y ya por último tratamos de hacer un track hacia el este a la sandy bay. El problema fue que el camino era todo de bajada, y lo que fue el acceso a la playa (que estaba super recóndita) era una aventura. Yo bajé, fotografié, y optamos por retornar de nuevo; así que nos deslomamos como cabras bajo un sol abrasador en una cuesta arriba infernal. Encima yo, por ir mirando al suelo, trepé más cuesta de la necesaria.
Reventadas, recuperamos las fuerzas en Lola un rato y nos largamos de nuevo al camping para alquilar una tabla y enterarnos de donde estaban las dunas. Ah, que no lo he dicho, al final de la 90 mile beach hay unas dunas gigantescas y la gente surfea por ellas. Aprovechando, nos tomamos un café y descubrimos que la mujer de la gasolinera era majilla: nos vaciló acerca de la velocidad que íbamos a alcanzar y nos indicó el camino. |
Las dunas realmente eran impresionantes, y encima justo aparcamos al lado de un tipo español con hijos pequeñitos, y nos dijo que las buenas eran las muy empinadas, porque las otras no resbalaban nada. Así pues, nos metimos en medio del Sahara: porque eran realmente gigantescas y algunas muy empinadas.
Cuando visualizamos una lo suficientemente bestial, nos tiramos por ella, y era un puntazo: la verdad es que mi tabla era una mierda: tenía un poco despegada la parte deslizante por un lado, por lo cual se me escoraba; pero la de Kris estaba mejor. Unos japoneses sin tabla se pararon a mirarnos y casi seguro que los muy tordos nos fotografiaron. Eso sí, nos trepamos la duna ya no recuerdo si tres o cuatro veces con lo cual, de nuevo, volvimos a acabar reventadas. |
Y así retornamos de nuevo al camping donde devolvimos las tablas (nos habían costado 4$ mas 50 $ de fianza); comimos una hamburguesa para reponer fuerzas y establecimos el siguiente plan. Tras meditarlo, nos fuimos primero a la Bay of Spirits, donde el camino era un poco kakoso, pero había un camping en el cual metías tu dinero en un sobre y lo dejabas en una urna. Nos fuimos a una playa realmente impresionante, llena de nubes de esas achatadas neozelandesas; y vimos pajaritos negros de pico y patas naranjas escarbando en la arena.
Tras un rato de relajación, decidimos conducir 100 kilómetros al sur hasta llegar al lago Sweetwater, que habíamos visto al subir y que tenía buena pinta para sobar en él. Eso sí, echamos gasofa antes y nos metieron una clavada infernal: 1,39$ el libro cuando lo normal es 1,22$ (es lo que tiene echar la gasofa en lugares recónditos). Y así, conduciendo Kris casi la mitad y yo la otra mitad, llegamos al laguito. Maltratamos un poco a Lolita, porque la metí por un lado equivocado lleno de agujeros y aplasté un tocón de árbol; pero encontramos un lugar apto cercano al báter público y encima la radio nos funcionaba. Tuvimos velada conversativa y sesión musical ochentera y a descansar nuestros maltrechos cuerpecitos.